19 marzo 2011

La dudosa eficacia de la Corte

Ilustración de Mikel Casal 

La Resolución 1970 del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas ha dispuesto la remisión a la Corte Penal Internacional de la “situación imperante en la República Árabe de Libia”, con el fin de que inicie las actuaciones judiciales contra el régimen de Gadafi. La decisión ha sido aplaudida por la mayoría de la opinión pública mundial, que ve en ella un acto de justicia contra los crímenes cometidos en en ese país y un impulso hacia la consolidación de la Corte como instrumento para lograr la justicia penal universal; sin embargo, un análisis más profundo de los mecanismos que presiden la actuación de ese tribunal obliga a ser mucho más escéptico.
De acuerdo con el Estatuto de la Corte, cada país puede decidir libremente si somete o no a su jurisdicción los crímenes contra la humanidad, de guerra, de agresión o de genocidio, que se hayan cometido en su territorio o por sus nacionales fuera de él, siempre con carácter subsidiario a la acción del aparato judicial del propio Estado. Hasta el momento, dicho Estatuto ha sido ratificado por más de cien países, entre los que no se encuentran algunos con gran peso económico y político, como Estados Unidos, China o Rusia –miembros permanentes del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas–, ni otros que han protagonizado conflictos armados en los últimos años, como Irak, Afganistan y, precisamente, Libia.

Para que los crímenes cometidos en esos países o por sus nacionales no queden impunes, el Estatuto prevé la posibilidad de que el Consejo de Seguridad remita al Fiscal de la Corte cualquier asunto, con independencia de que el país afectado sea Parte del mismo. Eso es precisamente lo que acaba de ocurrir en relación con los crímenes del Gobierno libio. Ahora bien, si las decisiones del Consejo de Seguridad fueran adoptadas bajo estrictos criterios de justicia, podríamos considerarlo un firme apoyo a la consolidación de la Corte Penal Internacional; sin embargo, la realidad es muy distinta. Para que una Resolución –como la 1970– salga adelante, debe contar con el voto favorable de nueve miembros del Consejo, incluidos los cinco permanentes. Lógicamente, Estados Unidos, Rusia o China no van a permitir jamás que se persiga un asunto que les perjudique, mientras no accedan voluntariamente a ratificar el Estatuto de la Corte, algo que no parece probable en el futuro inmediato.

Especial interés tiene el comportamiento de Estados Unidos, porque ha protagonizado una auténtica cruzada contra el Tribunal de La Haya, recurriendo a toda suerte de resquicios legales y a su poder económico. El Estatuto de la Corte obliga a la entrega de las personas perseguidas, pero su artículo 98.2 permite invalidar esa obligación si existe un acuerdo bilateral incompatible con ella, lo que abre las puertas a una posible “negociación”. Estados Unidos ha aprovechado esta fisura legal para suscribir con más de cien países los llamados “acuerdos de impunidad”, mediante los cuales esos países se comprometen a no entregar a ningún norteamericano a la Corte Penal Internacional; unos acuerdos que han sido suscritos bajo la amenaza de aplicarles la Ley de Protección de Ciudadanos Estadounidenses (aprobada a instancia del Gobierno de Bush en 2002), que prohíbe cualquier ayuda económica a los estados renuentes. Por lo demás, esa misma ley autoriza al Gobierno de Washington a emplear los “medios necesarios” (cabe imaginar cuáles) para liberar a cualquier norteamericano que pudiera estar detenido en La Haya bajo la custodia del tribunal.

Por todo ello, sorprende la rapidez con la que el Consejo de Seguridad ha adoptado la Resolución 1970, contra Libia, por supuesto con apoyo de Estados Unidos, Rusia y China. Una muestra sobresaliente de cinismo político. Libia se sumará así a otros cuatro países africanos (Sudán, Congo, Uganda y República Centroafricana) como los únicos cuyos dirigentes han sido sometidos hasta ahora a la jurisdicción de la Corte, que parece extender su competencia sólo hacia países subdesarrollados. Quede claro que los hechos juzgados son gravísimos y que sus autores se han hecho acreedores de un justo castigo; pero también lo merecen quienes protagonizaron la invasión ilegal de Irak, provocando cientos de miles de muertos, o quienes tienen sometido a todo un pueblo (el palestino) bajo un yugo execrable, o tantos otros estados protegidos por esos tres países principales, que no han querido saber nada de la Corte Penal Internacional hasta que sus propios intereses les han llevado a impulsar la Resolución 1970.

Ante tanta justicia para unos, los pobres, y tanto silencio para otros, los poderosos, cabe preguntarse: ¿es esta la justicia universal que algunos reclaman?, ¿cómo puede considerarse tan loable un tribunal que no va a juzgar jamás a quienes tienen silla propia en el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas ni a sus protegidos? Para que la Corte Penal Internacional fuera de verdad un órgano que imparta justicia debería poseer el ius imperium que caracteriza el ejercicio de la potestad punitiva y juzgar los graves crímenes de lesa humanidad, genocidio, etc., que se cometan en cualquier lugar del mundo sin atender a la nacionalidad del responsable ni a su poderío económico. Mientras ello no ocurra, el trato desigual que caracteriza la actuación de la Corte no permite considerarla un instrumento efectivo de justicia universal.

Nicolás García Rivas
Catedrático de Derecho penal de la Universidad de Castilla-La Mancha
Artículo publicado en Dominio público. Opinión a fondo el 14 mar 2011

2 comentarios:

  1. Yo me lo guiso, yo me lo como.

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  2. Cómo muy bien dice el autor: "Una muestra sobresaliente de cinismo político" y otra más de que la justicia universal de la que nos hablan, no existe.

    "Ante tanta justicia para unos, los pobres, y tanto silencio para otros, los poderosos, cabe preguntarse: ¿es esta la justicia universal que algunos reclaman?, ¿cómo puede considerarse tan loable un tribunal que no va a juzgar jamás a quienes tienen silla propia en el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas ni a sus protegidos?"

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