Texto: Alberto Piris*
La invasión de Iraq en 2003 y su posterior ocupación militar pasarán seguramente a los anales de la Historia como uno de los errores estratégicos más resonantes jamás cometido por un gobierno de EEUU. Entre otras razones, porque han sido el elemento iniciador de una cadena incontrolada de consecuencias que los que planearon la venganza por los atentados del 11 de septiembre de 2001 jamás llegaron a imaginar, a causa de su jactancia y torpeza. Para poder llevar a cabo sus propósitos, además, hubieron de confeccionar el más vergonzoso catálogo de mentiras y falsedades que ha conocido la moderna historia de las relaciones internacionales, con el consiguiente desprestigio universal, incluso ante una opinión pública bastante hecha a las mentiras de sus gobernantes.
Es así como nos encontramos este verano frente a un vasto repertorio de crisis agravadas que, a todas luces, sobrepasan con mucho la capacidad de los mediocres políticos que, desde Washington, se empeñan en gobernar hoy el mundo. En otras capitales, que en el pasado irradiaron prestigio mundial, otros políticos, tanto o más mediocres, se limitan a asentir tímidamente a lo que en EEUU se decide. Porque fuera de ese país tampoco se perciben figuras políticas con capacidad de liderazgo, que pudieran contribuir a apaciguar la violencia creciente y a colaborar en la concertación de arreglos y compromisos que permitirían albergar esperanzas de paz, salvo en ese inoperante plano de la retórica y de los cambalaches diplomáticos cuyo principal objetivo suele ser salvar la cara y justificar cargos, sueldos y prebendas.
Violencia que, en una espiral sin fin, viene induciendo a más violencia, sin que pueda verse el final de tan funesto ciclo. Triste y pasajero consuelo es que en Líbano se hayan silenciado las armas en lo que, sin duda alguna, es una tregua tan solo pasajera —que Israel ya ha quebrantado y lo seguirá haciendo cuando convenga a sus propósitos—, ya que nada se ha avanzado para resolver el conflicto básico: el enquistado contencioso israelo-palestino, que está en el origen de la inestabilidad que impera en Oriente Medio y cuyas repercusiones alcanzan a todo el mundo.
Todas las complicaciones que hoy nos acosan, a modo de oscuras nubes tormentosas del verano, están relacionadas entre sí, más o menos estrechamente. La destrucción de Líbano por las armas israelíes, suministradas por EEUU —que contempló impávido la muerte y la ruina que durante más de un mes se abatió sobre ese desgraciado país—, influirá por fuerza en la política de Siria y de Irán, y no en el sentido deseado por las potencias occidentales. Ningún gobernante del mundo, y menos los de los países marcados por Washington como posibles receptores de su ira, aceptaría el reproche de sus ciudadanos por no haberse armado lo suficiente para impedir que éstos padezcan los efectos de un aventura como la que ha sufrido Líbano.
Por otra parte, el diario derramamiento de sangre en Iraq y la caótica situación de ese país, en el que solo los más ciegos no ven una guerra civil en plena eclosión, son un peligroso incitante, a la vez, para políticos y para terroristas. Para aquéllos, porque, como ocurre en Corea del Norte y en Irán, no desean dejarse sorprender por una invasión similar y saben de sobra que la posesión de armas nucleares sigue siendo un importante elemento disuasorio. Por su parte, los terroristas han encontrado un valioso campo de prácticas en un Iraq regido por el caos, prácticas que les capacitarán para comprobar en el resto del mundo su criminal peligrosidad.
Afganistán e Iraq son un modelo de cómo no debe plantearse una posguerra. Recuérdese que ni Irán se opuso, en su momento, a la invasión de Afganistán; y que Siria colaboró con EEUU en la lucha inicial contra el terrorismo. Pero ha sido tal el conjunto de errores posteriores, cometidos por una Casa Blanca dirigida de hecho desde el Pentágono, que hasta Hezbolá ha alcanzado hoy un inusitado prestigio entre las masas árabes y musulmanas de fuera de Líbano, del que hasta ahora carecía.
A pesar de tan sombrío panorama, rodeados de oscuros cumulonimbos donde centellean los relámpagos, no se deje el lector influir por quienes nos anuncian una nueva guerra mundial, sea la tercera o la cuarta. Nada hay más falso que esa afirmación. Ni se deje amedrentar en exceso por las alarmas antiterroristas, más o menos fundadas. No siempre tienen por objeto proteger al ciudadano; muchas veces se declaran para proteger a los gobernantes del efecto de sus errores. ¿Por qué hace unos días, al embarcar en un avión en Londres, estaba prohibido llevar líquidos en el equipaje de mano, pero sí se podían transportar en el Metro? ¿No fue en éste donde los londinenses sufrieron los más salvajes atentados?
No hay que olvidar que unos ciudadanos asustados son más manejables y menos críticos con sus gobernantes. A pesar del repetido discurso democrático sobre las libertades y los derechos humanos, todo indicaría que quienes rigen los destinos de gran parte de la humanidad —incluidos los países más avanzados—, más que esforzarse por preservarlos se preocupan por gobernar a su antojo, libres de trabas democráticas, a una multitud aborregada de individuos debidamente atemorizados y ansiosos por disfrutar una seguridad absoluta que nada ni nadie les puede garantizar.
(*) General de Artillería en la Reserva.
Analista del Centro de Investigación para la Paz (FUHEM).
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