Llegamos aquí sin mucho equipaje, con muchos recuerdos y alguna que otra pérdida. Solo se trata de empezar otra vez.
24 octubre 2006
El mundo gris de siempre
Una de las situaciones más difíciles que se pueden vivir es descubrir que somos de aquí y de allá; acercarnos a la cultura universal, que existe desde el primer día, que no deja de mejorar, que es consecuencia natural de las necesidades y del carácter de nuestra especie y no simple maquinación, en cada momento histórico, del imperio de turno. En lo personal, muchas personas de aquí y de allá nos condenarán porque ser de aquí y de allá no es ser de ellos, es ser otro, incluso un adversario cuya forma de vivir pone en duda los barrotes de sus cárceles emocionales. En lo intelectual, siempre seremos extranjeros aquí y allá mientras los aquí y los allá estén en manos de fundamentalistas de la tradición. ¿Eres indio? Compórtate como indio, atente a las costumbres de tus mayores, no nos estropees el parque temático. ¿Eres inglés? A quién se le ocurre aficionarse al marisco; cómete tus sandalias con calcetines.
Pero no escribo estas líneas para hacer chistes sobre los culturalistas. Aunque en América se esté enfrentando a grupo contra grupo, aunque se siembren vientos y se refunden las reservas sioux desde proyectos supuestamente progresistas. Si algunos quieren jugar a las razas, que jueguen a las razas. Si se resisten a aprender de la experiencia de pueblos que han pasado antes por esos mismos puntos, ellos sabrán. Si no saben asumirse y organizan manifestaciones contra hombres muertos hace quinientos y pico años, viva el carnaval. Si necesitan inventar un genocidio inexistente y decidirse azteca y no tlaxcalteca o descendiente de los unos, de los otros y de la gente de Cortés, con su pan se lo coman. El tiempo los va a atropellar de todas formas y pondrá las cosas en su sitio.
Hoy me interesa un clan diferente. La familia de los que son capaces de forzar ciertos cerrojos. Empezando por una persona muy cercana y por una situación que me he cansado de observar:
Era 1984 y entonces me parecía un detalle anecdótico, como los comentarios de las feministas que la acusaban de estar sometida al patriarcado por llevar medias de red, pintarse a veces y no creer que el bien y el mal dependan de lo que se tenga entre las piernas. Había dejado su país para venir a vivir a España, pero no lo había hecho como la mayoría de los turistas que se quedan aquí, en sus guetos. Vivía, realmente, en España. Y no tardó en estrellarse contra la condena implícita o explícita que le dedicaba por ello un sector importante de sus compatriotas.
Me costó entender el problema. Los motivos parecen obvios, pero los motivos no me dicen nada; sólo son la mitad de la explicación o ni siquiera eso. Atracan un banco; motivo: el dinero. Mata a su marido y a su amante; motivo: los celos. La historia no es el dinero ni los celos, sino qué hay debajo de ellos, de qué está hecho el impulso de atracar el banco y matar por celos. Es el equivalente en sociología, antropología, política, a definir algo como cuestión cultural y punto. ¿Dónde está la definición? Eso es la antidefinición por excelencia; es evitar la descripción detallada mediante una enorme etiqueta donde se lee: «prohibido abrir». Y los indiferentes y los que huyen de las preguntas complicadas y los que tienen intereses personales en el asunto, se quedan ahí. Pero yo no era indiferente ni me asustaban las preguntas complejas; y en cuanto a mis intereses, intenté compaginar la necesidad de saber con el deporte de sacar unas cuantas entrañas.
De dónde surgía la condena de una decisión individual tan aparentemente inocente como elegir otro país, otra ciudad, otro hogar. En el caso de las personas cercanas -familiares y amigos íntimos-, es inevitable; implica la separación de un ser querido, y no hay nada, en mi opinión, más doloroso. Pero la condena de los demás no surgía del corazón; era yerma, seca y en general partía de un fondo tan lejano como el movimiento de un barco anclado en la dársena. Casi no se nota, aunque está. Recordándonos que hemos abandonado la tierra firme.
Creer que todo es un juego de muñecas rusas o la famosa cebolla de Cortázar, es un error. Hay arcones que están llenos de objetos; el concepto de cultura es uno de ellos. Pero muchos aspectos de nuestro comportamiento son sólo eso, pose, emoción adquirida, pulsión, superficie. No es exactamente que en aquella época no lo supiera, sino que lo había olvidado porque estaba enganchado a un tiempo que odio. Un mundo pasado donde un niño mira como adulto por primera vez, y comprende que gran parte de sus compañeros jamás lograrán romper sus limitaciones, que no puede hacer nada por evitarlo y que al segundo siguiente, ahora, ya, su diferencia lo ha convertido a ojos de los demás en enemigo. Mal asunto, chico, choque de exclusiones y tú en el medio. Aprende a pelear o a disfrazarte.
Es lógico que la exclusión social se mida especialmente en términos de exclusión económica, puesto que el primer derecho, el más básico y el de violación más inadmisible, es el derecho a sobrevivir; también es lógico que se enfatice la educación, entendida como acumulación de conocimientos y -en teoría- desarrollo de registros intelectuales suficientes; pero hay otro aspecto del problema que pocas veces se puede corregir aunque exista voluntad política y financiación: los registros emocionales. No aprendemos sólo datos y formas de pensar; también aprendemos formas de sentir, campo donde la desigualdad muestra una de sus caras más crueles y donde todavía existe aristocracia, plebe y esclavitud. En la práctica, aquellos chavales ya estaban condenados a cadena perpetua. Tu descontrol te llevará a la cárcel. Tu inseguridad apuñalará a tu mujer. Tus sueños de coño reproductor te harán tres niños a los quince y un corazón de asesor fiscal. No pasaréis de esto ni de aquello. Tú ni siquiera sabrás por qué no puedes pasar. Tú lo sabrás, pero demasiado tarde. Tú te salvarás, pero no lograrás librarte de tu rabia ni tal vez levantarte del bordillo en el que estás sentado.
Clases sociales, clases intelectuales, clases emocionales. La condena moral a mi querida inglesa y a tantos amigos, que vuelvo a contemplar estos días sin la paciencia de antes, es un subproducto de la programación emocional. El sentimiento de masa, de cuerpos a los que se inoculan virus como la cultura nacional, regional, étnica, para que se conviertan en jauría llegado el momento o, simplemente, para evitar que adquieran los registros que la libertad exije. Era y es la vieja acusación de traición, con todo su sesgo comunitarista y su rechazo a visiones más amplias del grupo y en última instancia al propio individuo. No había nada más. El mundo gris de siempre. Aunque tú y yo sabemos dónde está el mapa, y que la isla del tesoro existe.
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