Fotografía de José A. Gallego "Mirando el Cielo (2005)"
Madrid está mudo, solo se escuchan los latidos de los que amamos el fútbol y el chaparrón de agua que cae sobre sus calles. Llueve, llueve y llueve; y el olor a tierra mojada inunda todos los sentidos impidiéndome pensar en otra cosa que no sea en aquella lejana tarde de tormenta...
Eran las cuatro de la tarde, habíamos parado el coche en una carretera secundaria para descansar. Entonces no había las autovías que hay ahora, entonces uno paraba al borde de la carretera (que no en el arcén que tampoco había) debajo del primer árbol con sombra y estiraba las piernas ahuyentando así el sueño y el cansancio. Aquella tarde no había árbol, solo un campo enorme de trigo recién segado y bañado por un sol picajoso y desmesurado. Comencé a caminar por él pesarosa y cansada, con la cabeza baja y sin ánimo para nada. Sentía el calor del sol sobre mis hombros y en mi cabeza, apretándome hacía el suelo. Casi cerré los ojos para descansar de tanta luz cuando detrás de mi escuché un estruendo. Sorprendida giré rápidamente la cabeza en la dirección del sonido viendo un cielo negro como boca de lobo que llenaba absolutamente todo. Las nubes descargaban en el horizonte agua sin piedad y desde mi sitio se veía una gran cortina de lluvia que avanzaba hacia mí, sin remedio. Como avisando de lo que se avecinaba, comenzó a caer sobre mí enormes gotas dando paso casi inmediatamente a una lluvia gorda, y tremendamente fría. Me quedé allí quieta esperando a que llegara la verdadera tormenta como quien espera a que suceda lo anunciado; al principio sorprendida y luego poco a poco impresionada por lo que estaba presenciando y sintiendo. La luz que había dejado detrás de mí hacía que la lluvia se convirtiera en algo mágico. El arco iris irrumpió sobre el coche, como protegiéndolo y yo allí, contemplando un milagro. A la vez que me sentía aliviada por el contacto frío del agua en la cara y brazos, el calor de la tierra comenzó a subir por mis piernas, el olor a paja húmeda fue dejando paso al olor de la tierra, caliente y pegajoso. El sonido del agua sobre el campo de trigo y los chapoteos sobre los surcos en la tierra hicieron que cerrara los ojos: de golpe descubres que la tierra late, que tiene corazón y que su sonido se acompasa con el del tuyo. Descubres sobrecogida lo insignificante de tu ser en medio de aquella grandeza. Solo una mera espectadora de lo inmenso, del diario transcurrir de la vida independientemente de ti. Hubiera respirado pero no fui capaz, sentía que si movía un solo músculo desparecería la magia de aquel momento y permanecí inmóvil, empapada, emocionada y sobrecogida.
Pasó la tormenta como vino, rápidamente, y reanudamos el viaje. Aún nos costaba respirar. Después de aquello todo fue mágico: las sensaciones vividas nos acompañaron durante mucho tiempo llenando lo que veíamos y sentíamos. El final del viaje fue perfecto, no nos apetecía hablar: silencio y música...
Gana la selección española. Miro por la ventana y no dejo de recordar aquella tarde de tormenta. Un suspiro se me escapa y la emoción inunda todo. Detrás de mi gritos de alegría: viva la roja!... Qué viva!!!
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