No pensar.
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lo escrito en la piel.
Lavar
momentos de gloria.
Decolorar caricias.
Limpiar los gestos
madrugadas
y silencios llenos.
Vaciar el alma.
Adormecer sentires.
Pintar de desesperanza
los crepúsculos.
Desteñir el cielo
de gaviotas
y vuelos.
Enmudecer
las noches...
Y los árboles.
Bajar
y descolgar la luna.
Apagar las estrellas.
Cortes MARTÍN SANTOS YUBERO 22-10-2010 Solemne ceremonia de la toma de posesión de Manuel Azaña en su cargo de Presidente de la Segunda República en mayo de 1936 (Archivo Regional de la Comunidad de Madrid/ Fondo Martín Santos Yubero). ElPais.com
Todos los días deberíamos poder descubrir la hermosura en lo cotidiano. Deberíamos tener la oportunidad de ver un hermoso árbol lleno de colores otoñales o un hermoso paisaje, o quedarnos extasiados con una hermosa melodía o sentir cómo se nos encoje el pecho al leer un hermoso poema. Todos los días deberíamos tener la necesidad de dejar salir lo bello que llevamos dentro en pequeños o en grandes trozos de risa o de llanto. Pedacitos de felicidad que uno se encuentra en el camino y que a veces no vemos. Hay que parar para descubrir la luz en las cosas que nos rodean, en las personas que nos miran, re-descubrir todos los días esos pequeños detalles que nos hacen bien, que nos hacen sonreir. Debemos practicar para ser capaces de ver la luz que tenemos dentro reflejada en los ojos de los demás y reír de alegría por ello y a la vez explotar de felicidad al descubrirnos.
Toco tu boca, con un dedo toco el borde de tu boca, voy dibujándola como si saliera de mi mano, como si por primera vez tu boca se entreabriera, y me basta cerrar los ojos para deshacerlo todo y recomenzar, hago nacer cada vez la boca que deseo, la boca que mi mano elige y te dibuja en la cara, una boca elegida entre todas, con soberana libertad elegida por mí para dibujarla con mi mano en tu cara, y que por un azar que no busco comprender coincide exactamente con tu boca que sonríe por debajo de la que mi mano te dibuja.
Me miras, de cerca me miras, cada vez más de cerca y entonces jugamos al cíclope, nos miramos cada vez más de cerca y los ojos se agrandan, se acercan entre sí, se superponen y los cíclopes se miran, respirando confundidos, las bocas se encuentran y luchan tibiamente, mordiéndose con los labios, apoyando apenas la lengua en los dientes, jugando en sus recintos donde un aire pesado va y viene con un perfume viejo y un silencio. Entonces mis manos buscan hundirse en tu pelo, acariciar lentamente la profundidad de tu pelo mientras nos besamos como si tuviéramos la boca llena de flores o de peces, de movimientos vivos, de fragancia oscura. Y si nos mordemos el dolor es dulce, y si nos ahogamos en un breve y terrible absorber simultáneo del aliento, esa instantánea muerte es bella. Y hay una sola saliva y un solo sabor a fruta madura, y yo te siento temblar contra mí como una luna en el agua.
Debemos arrojar a los oceános del tiempo una botella de náufragos siderales, para que el universo sepa de nosotros lo que no han de contar las cucarachas que nos sobrevivirán:
Que aquí existió un mundo donde prevaleció el sufrimiento y la injusticia, pero donde conocimos el amor y donde fuimos capaces de imaginar la felicidad.
El calor que desprende la tierra y su fuerte olor recorren mis sentidos.
Miro al final del jardín y arropadas a la vista por las grandes hojas de los acantos, aparecen --apenas- las ramas de un pequeño árbol, joven pero firme, tímido pero capaz de llenar de sonrisas los rincones del jardín.
Llegó una mañana de primavera, hace algunos años. Reconocí rápidamente sus pequeños brotes rompiendo con dificultad la tierra, naciendo a la luz. Pensé que no crecería, que no tendría suerte y me olvidé de él y de que la vida se abre camino insospechadamente y por la fuerza. Permaneció escondido a mi vista y olvidado entre los acantos, haciéndose un sitio poco a poco y llenándose de la sangre que le da la tierra.
Regresé a descubrir lo mucho que ha crecido, lo fuerte que es. Presiento que no podré decidir. Dejaré que la vida siga su curso. Pensé que en el jardín no era bueno plantar más. Pensé que la tierra se agotaría. Que era imposible tanto sentimiento. Pensé que algo tan poderoso, tan grande podría ahogarlo todo. Y ahora –que lo siento- no se qué pensar.
Vino al jardín de la mano del viento de primavera. El viento --mi enemigo de años- ha traído nueva vida al jardín y lloro de alegría y de miedo al sentir como se reinventa y crece.
Instantánea de Gustavo Orensztajn "Thinking at the Edge"
Unas veces me siento
como pobre colina,
y otras como montaña
de cumbres repetidas,
unas veces me siento
como un acantilado,
y en otras como un cielo
azul pero lejano,
a veces uno es
manantial entre rocas,
y otras veces un árbol
con las últimas hojas,
pero hoy me siento apenas
como laguna insomne,
con un embarcadero
ya sin embarcaciones,
una laguna verde
inmóvil y paciente
conforme con sus algas
sus musgos y sus peces,
sereno en mi confianza
confiando en que una tarde,
te acerques y te mires..
te mires al mirarme.
Victoria
MARTÍN SANTOS YUBERO | 22-10-2010 Júbilo ciudadano tras el triunfo electoral de las candidaturas del Frente Popular, el 1 de marzo de 1936 (Archivo Regional de la Comunidad de Madrid/ Fondo Martín Santos Yubero).
7 de noviembre
No hay aquí ni más abajo, ni siquiera en el puente estrecho y rojo, de ferrocarril, un monumento, una estatua, una placa, un pedestal, lo que sea, algo que indique siquiera vagamente que en 1936, durante la noche del seis al siete de noviembre, una ciudad sola, abandonada por el Gobierno, se iba a levantar, iba a resistir e iba a ganar la primera batalla de la II Guerra Mundial al fascismo.
No hay nada aquí ni en ningún otro lugar de la ciudad; tampoco en el resto de España, según parece, aunque la sangre de Madrid y su conversión en línea del frente durante tres años, que no son dos días, fueran el único hilo que sostuvo la esperanza y la libertad del país. Pero así son las cosas. Nada en el Parque del Oeste, nada en el Puente de los Franceses, nada en la Facultad de Filosofía y Letras, nada en el Hospital Clínico y, desde luego, nada en Moncloa, en la antigua Cárcel Modelo, hoy Ministerio del Aire, de donde el día 15 salieron Vicente Rojo y el general Miaja para detener la desbandada de la columna Durruti, que pudo causar la pérdida de la capital y de la guerra.
«Por los campos luchados se extienden los heridos», dice la primera línea de un poema escrito por Miguel Hernández para el muro de un hospital. Miles de heridos esperando ayuda; miles de muertos. Sobre eso tampoco hay nada. Si ni siquiera cabe un recuerdo para el comandante Carlos Romero Jiménez y sus hombres, que con unas cuantas ametralladoras y un par de cañones estrangularon la ofensiva fascista, por qué se va a recordar a unos cuantos miles cuya identidad se desconoce. Civiles, soldados, la ciudad. Argüelles arrasada, la Complutense arrasada; Cuatro Caminos, Vallecas y Delicias, en escombros; docenas de edificios de Universidad y los Austrias, perdidos para siempre. ¿Dónde están sus imágenes? ¿Dónde está su museo? En ningún sitio.
Al cabo de los años, cuando los nombres dejan de ser y sólo queda de ellos el recuerdo de sus familias, no hay más prueba colectiva de su paso que la ciudad; entonces, los muros se vuelven nombres y muestran quiénes fueron, por qué luchaban, hasta dónde llevaron su resistencia. En el caso de Madrid, resistieron tanto que al final, cuando la ciudad fue traicionada, había entregado barrios enteros con todo su pulso presente y su pasado. Pero como ya se ha dicho, así son las cosas. La ciudad, civiles, soldados, nada. Sangre, vida, nada. Historias como la de los internacionales polacos que combatieron en la Casa de Velázquez hasta que «sólo quedaban en pie seis hombres y el capitán», como cuenta Julián Zugazagoitia en Guerra y vicisitudes de los españoles; docenas de historias de entonces y de después, porque tres años de bombardeos, de terror y de hambre dan para mucho.
Ni los muertos necesitan homenajes ni los que amamos y conocemos Madrid necesitamos que nos recuerden aquellas jornadas; toda esa nada no es feroz en calidad de ausencia, sino por lo que esa ausencia dice de la España actual. «Un general insigne y unos cuantos capitanes. ¿Habrá algún día bronce bastante para ellos?», se preguntaba Antonio Machado. No lo hubo, no lo hay. Ni aquí ni más abajo, ni siquiera en el puente estrecho y rojo, de Ferrocarril, que llamamos Puente de los Franceses. «¿Por qué no se rinden ya?», instó una vez un agregado diplomático a los miembros del Comando de la Defensa; «porque no nos da la gana», respondieron. Por ese mismo motivo, muy propio del alma de Madrid, volveremos a conmemorar el 7 de noviembre. Y algún día, recobraremos nuestra República.
Tarde de baños en el Manzanares. Al fondo, el Puente de los Franceses. Verano de 1946 (Archivo Regional de la Comunidad de Madrid/ Fondo Martín Santos Yubero). ElPais.com .
Hacia las cinco y veinte de la tarde, un hombre bajo, de pelo corto y jersey marrón, empuja una de las puertas de cristal y camina hacia la barra. Su cara dice que no es de aquí, que es de campo y buena gente; su voz, a punto de sonar, añadirá que lleva poco tiempo en la ciudad y que proviene de un lugar donde nuestro pasado es el presente de otros. Nada relevante, salvo por la pregunta que dirige a la camarera: «¿Tienen teléfono público?»
Sólo dos clientes han seguido con lo que estaban haciendo: las dos «yoyoyo ay yoyoyo» que siempre piden un té y un café con leche, aunque la menos pija de las dos, la del café, empezó a incluir otros pronombres al principio de la crisis. Los demás se han vuelto hacia el recién llegado con el mismo asombro. Un teléfono público. En un bar. Vale, todavía queda algún bar con teléfono, pero tan público y tan de pago como las cabinas. ¿Quién entra en un bar a pedir un teléfono? A la respuesta de la camarera, «no, no tenemos», se ha opuesto un «¿dónde podría llamar?» que ha sido la gota que colma el vaso.
Durante los segundos posteriores, silencio de la camarera, silencio de los clientes, «yoyoyo ay yoyoyo» de los dos cachosdecarne, el hombre del jersey marrón ha dado las gracias y ha vuelto sobre sus pasos sin respuesta. Ya estaba en la calle cuando un cliente se ha tomado la molestia de alcanzarlo y prestarle atención. Al parecer, había llegado a Madrid por la mañana; sus hijos se habían marchado a trabajar, él había salido a dar un paseo y etcétera etcétera hasta el momento del teléfono, porque en su país, o al menos en su pueblo, los bares tienen teléfonos públicos.
Quince minutos después, el mismo hombre que acompaña a una cabina al hombre del jersey marrón, se dispone a comprar un paquete de tabaco. Tras responder «fumo negro» a la chica que hace promociones de rubio, se pone a la cola y espera. El primer cliente, un chaval, paga lo que tenga que pagar y pregunta por una tienda que se encuentra a veinte metros de distancia, en la misma acera, en una calle tan concurrida y de paso tan obligado que hasta el turista de estancia más breve sabría darle indicaciones. «No me suena», gruñe el primer dependiente. «Pero me han dicho... », insiste el chaval. «Aquí no es», lo interrumpe el segundo, sin mirarlo.
Este tipo de escenas empiezan a ser habituales. A veces tienen excusa: la perplejidad de la clientela ante un viejo que quería un teléfono; a veces, la mayoría, ocultan una enfermedad social. El hombre del final de la cola ha levantado la voz y ha explicado dónde estaba la tienda. No ha sido un gran esfuerzo; abrir la boca, intervenir, echar una mano en lo que no cuesta nada. Y sólo entonces, cuando ya estaba dicho, los dependientes han recobrado la memoria, la amabilidad y hasta la vista y el resto se ha sumado a las explicaciones. Será que están dormidos. O algo peor.
Fuencarral, siete de la tarde. — Jesús Gómez Gutiérrez en Malasaña en pruebas