Este final de año todo se ha roto. Las miradas, los últimos planes… la ilusión también. Finalizan los días y aquellos sonidos tan cercanos, ya no se escuchan. En el corazón hay silencio, amargura. Este final de año todo es diferente.
Dicen que no hay suficientes motivos para llorar y entonces… porqué lloramos? Nada hay suficientemente alegre en estos días de infinita tristeza: Una por los que se fueron, otra por los que pasaron sin apenas enterarnos, dos por todos y cada uno de los recuerdos que hicieron grande nuestra vida, otra por aquellos momentos que la hicieron casi perfecta y Tres por los anhelos maltrechos.
Este final es distinto. No se parece en nada a los venideros.
Detener la rutina y gritar: Una lágrima para tanto dolor sin sentido, dos para el alma, tres para limpiar las mentiras y una más para tener la suficiente sangre en la mirada para ver de frente tanta estupidez, tanta falsedad, tanto despilfarro, tanto papanatismo y no volverse loca.
Zamira ama los lobos
Yo quisiera ir con ella a buscarlos
a las tierras más altas,
donde los robledales rojos de Sotillo
han perdido sus hojas en las fuentes,
allá donde los caballos
beben el agua helada de las cascadas
y se espera la nieve
como una bendición.
Tú y yo estamos en este hospital
esperando a la muerte.
No la muerte tuya ni la muerte mía,
sino la de aquellos que nos dieron la vida.
Y éstos ¿a quiénes pasarán,
cuando mueran, sus muertes?
Tú y yo esperando el final,
el vacío del límite,
mientras la vida brilla y tiembla entre nosotros
como un cuchillo inocente.
Y es que, esperando la muerte de los otros,
esperamos, un poco, la muerte nuestra.
Quizá, por ello, Zamira ama los lobos.
Quizá, por ello, yo deseo también
salir a buscarlos con ella este mes de diciembre
a los páramos altos,
a los prados remotos.
Y podríamos ver los espinos,
y las brasas de sangre del sol
en mimbrales morados.
Puesta ya en nuestros ojos
la venda de la nieve,
que no pensemos más, que ya no nos deslumbre
el acre resplandor de los quirófanos.
Zamira ama los lobos,
quiere escapar del laberinto de piedra y cristal
del dolor.
Zamira: partamos y no regresemos.
Antonio Colinas (de Tiempo y abismo Barcelona, 2.002)
Camino dando golpes al viento. Salgo de casa buscando todo tipo de ruido -ruido al peso- o cualquier movimiento para dejar de escucharme. Camino por estas calles -transitadas por desconocidos, por sombras fugaces, zigzagueantes y raudas por desaparecer- para no pensar en nada, para no escuchar mis pensamientos. Necesito todo Madrid junto a mí.
Son las doce de la mañana, siento el viento en la cara y la sensación de frío comienza a producir un efecto sedante y de letargo que agradezco. Me detengo en la plaza del Ángel para ver caer las hojas de los plátanos, doradas, marchitas, gráciles. Caen meciéndose despacio, sin prisa. Cae una, dos… El viento forma remolinos con ellas frente a los bancos que hay junto a la fuente y las lleva de un lugar a otro en una danza que pareciera ensayada. Una bolsa de plástico parece tener personalidad propia y se mueve por otro lado complacida dejándose llenar por el viento. En mi auricular suena la BSO de la película "Le Mepris" y con ella el viento y las hojas y los papeles y la bolsa de plástico bailan formando, junto a la luz de medio día, un hermoso y conmovedor espectáculo. Las hojas siguen cayendo despacio, llenando el suelo de la plaza. Caen de dos en dos, caen por todos lados en un baile sin fin…
Instantánea de Luis Manuel Iglesias Nuñez "Petirrojo sobre bota"
[...] Queremos conservar los valores que el deporte de competición aporta a las sociedades modernas, la capacidad de superación, la colaboración y el trabajo en equipo, el esfuerzo, el compañerismo, el respeto a los adversarios, la disciplina, aprender a ganar y a perder, son activos muy preciados como para dejar que se ensucien con la falta de ética y la ambición desmedida"... []
Es la necesidad de aprender, de descubrir, de mirar muy a dentro. Es la necesidad de verse en los ojos de los demás, de soñar o despertar, de no saber si dormir o velar la noche. Es sonreír, escuchar, hablar. Es empezar de cero y seguir hasta el final o no. Es el saludo o el adiós. Imaginar o construir. Caminar o sentarse a ver pasar todo. Es la dicha de ser uno junto a dos o tres, o todos, o nadie. Es oír y ver por primera vez. Es el placer de saber que existe. Es aprender a decir adiós, a dejar marchar. Es la necesidad de vivir y morir segundo a segundo.
Contento, lo que se dice contento,
he estado muchas veces en la vida
pero más que ninguna cuando
me liberaron en Alemania
que me quedé mirando una mariposa
sin ganas de comérmela.
No pensar.
Borrar
lo escrito en la piel.
Lavar
momentos de gloria.
Decolorar caricias.
Limpiar los gestos
madrugadas
y silencios llenos.
Vaciar el alma.
Adormecer sentires.
Pintar de desesperanza
los crepúsculos.
Desteñir el cielo
de gaviotas
y vuelos.
Enmudecer
las noches...
Y los árboles.
Bajar
y descolgar la luna.
Apagar las estrellas.
Cortes MARTÍN SANTOS YUBERO 22-10-2010 Solemne ceremonia de la toma de posesión de Manuel Azaña en su cargo de Presidente de la Segunda República en mayo de 1936 (Archivo Regional de la Comunidad de Madrid/ Fondo Martín Santos Yubero). ElPais.com
Todos los días deberíamos poder descubrir la hermosura en lo cotidiano. Deberíamos tener la oportunidad de ver un hermoso árbol lleno de colores otoñales o un hermoso paisaje, o quedarnos extasiados con una hermosa melodía o sentir cómo se nos encoje el pecho al leer un hermoso poema. Todos los días deberíamos tener la necesidad de dejar salir lo bello que llevamos dentro en pequeños o en grandes trozos de risa o de llanto. Pedacitos de felicidad que uno se encuentra en el camino y que a veces no vemos. Hay que parar para descubrir la luz en las cosas que nos rodean, en las personas que nos miran, re-descubrir todos los días esos pequeños detalles que nos hacen bien, que nos hacen sonreir. Debemos practicar para ser capaces de ver la luz que tenemos dentro reflejada en los ojos de los demás y reír de alegría por ello y a la vez explotar de felicidad al descubrirnos.
Toco tu boca, con un dedo toco el borde de tu boca, voy dibujándola como si saliera de mi mano, como si por primera vez tu boca se entreabriera, y me basta cerrar los ojos para deshacerlo todo y recomenzar, hago nacer cada vez la boca que deseo, la boca que mi mano elige y te dibuja en la cara, una boca elegida entre todas, con soberana libertad elegida por mí para dibujarla con mi mano en tu cara, y que por un azar que no busco comprender coincide exactamente con tu boca que sonríe por debajo de la que mi mano te dibuja.
Me miras, de cerca me miras, cada vez más de cerca y entonces jugamos al cíclope, nos miramos cada vez más de cerca y los ojos se agrandan, se acercan entre sí, se superponen y los cíclopes se miran, respirando confundidos, las bocas se encuentran y luchan tibiamente, mordiéndose con los labios, apoyando apenas la lengua en los dientes, jugando en sus recintos donde un aire pesado va y viene con un perfume viejo y un silencio. Entonces mis manos buscan hundirse en tu pelo, acariciar lentamente la profundidad de tu pelo mientras nos besamos como si tuviéramos la boca llena de flores o de peces, de movimientos vivos, de fragancia oscura. Y si nos mordemos el dolor es dulce, y si nos ahogamos en un breve y terrible absorber simultáneo del aliento, esa instantánea muerte es bella. Y hay una sola saliva y un solo sabor a fruta madura, y yo te siento temblar contra mí como una luna en el agua.
Debemos arrojar a los oceános del tiempo una botella de náufragos siderales, para que el universo sepa de nosotros lo que no han de contar las cucarachas que nos sobrevivirán:
Que aquí existió un mundo donde prevaleció el sufrimiento y la injusticia, pero donde conocimos el amor y donde fuimos capaces de imaginar la felicidad.
El calor que desprende la tierra y su fuerte olor recorren mis sentidos.
Miro al final del jardín y arropadas a la vista por las grandes hojas de los acantos, aparecen --apenas- las ramas de un pequeño árbol, joven pero firme, tímido pero capaz de llenar de sonrisas los rincones del jardín.
Llegó una mañana de primavera, hace algunos años. Reconocí rápidamente sus pequeños brotes rompiendo con dificultad la tierra, naciendo a la luz. Pensé que no crecería, que no tendría suerte y me olvidé de él y de que la vida se abre camino insospechadamente y por la fuerza. Permaneció escondido a mi vista y olvidado entre los acantos, haciéndose un sitio poco a poco y llenándose de la sangre que le da la tierra.
Regresé a descubrir lo mucho que ha crecido, lo fuerte que es. Presiento que no podré decidir. Dejaré que la vida siga su curso. Pensé que en el jardín no era bueno plantar más. Pensé que la tierra se agotaría. Que era imposible tanto sentimiento. Pensé que algo tan poderoso, tan grande podría ahogarlo todo. Y ahora –que lo siento- no se qué pensar.
Vino al jardín de la mano del viento de primavera. El viento --mi enemigo de años- ha traído nueva vida al jardín y lloro de alegría y de miedo al sentir como se reinventa y crece.
Instantánea de Gustavo Orensztajn "Thinking at the Edge"
Unas veces me siento
como pobre colina,
y otras como montaña
de cumbres repetidas,
unas veces me siento
como un acantilado,
y en otras como un cielo
azul pero lejano,
a veces uno es
manantial entre rocas,
y otras veces un árbol
con las últimas hojas,
pero hoy me siento apenas
como laguna insomne,
con un embarcadero
ya sin embarcaciones,
una laguna verde
inmóvil y paciente
conforme con sus algas
sus musgos y sus peces,
sereno en mi confianza
confiando en que una tarde,
te acerques y te mires..
te mires al mirarme.
Victoria
MARTÍN SANTOS YUBERO | 22-10-2010 Júbilo ciudadano tras el triunfo electoral de las candidaturas del Frente Popular, el 1 de marzo de 1936 (Archivo Regional de la Comunidad de Madrid/ Fondo Martín Santos Yubero).
7 de noviembre
No hay aquí ni más abajo, ni siquiera en el puente estrecho y rojo, de ferrocarril, un monumento, una estatua, una placa, un pedestal, lo que sea, algo que indique siquiera vagamente que en 1936, durante la noche del seis al siete de noviembre, una ciudad sola, abandonada por el Gobierno, se iba a levantar, iba a resistir e iba a ganar la primera batalla de la II Guerra Mundial al fascismo.
No hay nada aquí ni en ningún otro lugar de la ciudad; tampoco en el resto de España, según parece, aunque la sangre de Madrid y su conversión en línea del frente durante tres años, que no son dos días, fueran el único hilo que sostuvo la esperanza y la libertad del país. Pero así son las cosas. Nada en el Parque del Oeste, nada en el Puente de los Franceses, nada en la Facultad de Filosofía y Letras, nada en el Hospital Clínico y, desde luego, nada en Moncloa, en la antigua Cárcel Modelo, hoy Ministerio del Aire, de donde el día 15 salieron Vicente Rojo y el general Miaja para detener la desbandada de la columna Durruti, que pudo causar la pérdida de la capital y de la guerra.
«Por los campos luchados se extienden los heridos», dice la primera línea de un poema escrito por Miguel Hernández para el muro de un hospital. Miles de heridos esperando ayuda; miles de muertos. Sobre eso tampoco hay nada. Si ni siquiera cabe un recuerdo para el comandante Carlos Romero Jiménez y sus hombres, que con unas cuantas ametralladoras y un par de cañones estrangularon la ofensiva fascista, por qué se va a recordar a unos cuantos miles cuya identidad se desconoce. Civiles, soldados, la ciudad. Argüelles arrasada, la Complutense arrasada; Cuatro Caminos, Vallecas y Delicias, en escombros; docenas de edificios de Universidad y los Austrias, perdidos para siempre. ¿Dónde están sus imágenes? ¿Dónde está su museo? En ningún sitio.
Al cabo de los años, cuando los nombres dejan de ser y sólo queda de ellos el recuerdo de sus familias, no hay más prueba colectiva de su paso que la ciudad; entonces, los muros se vuelven nombres y muestran quiénes fueron, por qué luchaban, hasta dónde llevaron su resistencia. En el caso de Madrid, resistieron tanto que al final, cuando la ciudad fue traicionada, había entregado barrios enteros con todo su pulso presente y su pasado. Pero como ya se ha dicho, así son las cosas. La ciudad, civiles, soldados, nada. Sangre, vida, nada. Historias como la de los internacionales polacos que combatieron en la Casa de Velázquez hasta que «sólo quedaban en pie seis hombres y el capitán», como cuenta Julián Zugazagoitia en Guerra y vicisitudes de los españoles; docenas de historias de entonces y de después, porque tres años de bombardeos, de terror y de hambre dan para mucho.
Ni los muertos necesitan homenajes ni los que amamos y conocemos Madrid necesitamos que nos recuerden aquellas jornadas; toda esa nada no es feroz en calidad de ausencia, sino por lo que esa ausencia dice de la España actual. «Un general insigne y unos cuantos capitanes. ¿Habrá algún día bronce bastante para ellos?», se preguntaba Antonio Machado. No lo hubo, no lo hay. Ni aquí ni más abajo, ni siquiera en el puente estrecho y rojo, de Ferrocarril, que llamamos Puente de los Franceses. «¿Por qué no se rinden ya?», instó una vez un agregado diplomático a los miembros del Comando de la Defensa; «porque no nos da la gana», respondieron. Por ese mismo motivo, muy propio del alma de Madrid, volveremos a conmemorar el 7 de noviembre. Y algún día, recobraremos nuestra República.
Tarde de baños en el Manzanares. Al fondo, el Puente de los Franceses. Verano de 1946 (Archivo Regional de la Comunidad de Madrid/ Fondo Martín Santos Yubero). ElPais.com .
Hacia las cinco y veinte de la tarde, un hombre bajo, de pelo corto y jersey marrón, empuja una de las puertas de cristal y camina hacia la barra. Su cara dice que no es de aquí, que es de campo y buena gente; su voz, a punto de sonar, añadirá que lleva poco tiempo en la ciudad y que proviene de un lugar donde nuestro pasado es el presente de otros. Nada relevante, salvo por la pregunta que dirige a la camarera: «¿Tienen teléfono público?»
Sólo dos clientes han seguido con lo que estaban haciendo: las dos «yoyoyo ay yoyoyo» que siempre piden un té y un café con leche, aunque la menos pija de las dos, la del café, empezó a incluir otros pronombres al principio de la crisis. Los demás se han vuelto hacia el recién llegado con el mismo asombro. Un teléfono público. En un bar. Vale, todavía queda algún bar con teléfono, pero tan público y tan de pago como las cabinas. ¿Quién entra en un bar a pedir un teléfono? A la respuesta de la camarera, «no, no tenemos», se ha opuesto un «¿dónde podría llamar?» que ha sido la gota que colma el vaso.
Durante los segundos posteriores, silencio de la camarera, silencio de los clientes, «yoyoyo ay yoyoyo» de los dos cachosdecarne, el hombre del jersey marrón ha dado las gracias y ha vuelto sobre sus pasos sin respuesta. Ya estaba en la calle cuando un cliente se ha tomado la molestia de alcanzarlo y prestarle atención. Al parecer, había llegado a Madrid por la mañana; sus hijos se habían marchado a trabajar, él había salido a dar un paseo y etcétera etcétera hasta el momento del teléfono, porque en su país, o al menos en su pueblo, los bares tienen teléfonos públicos.
Quince minutos después, el mismo hombre que acompaña a una cabina al hombre del jersey marrón, se dispone a comprar un paquete de tabaco. Tras responder «fumo negro» a la chica que hace promociones de rubio, se pone a la cola y espera. El primer cliente, un chaval, paga lo que tenga que pagar y pregunta por una tienda que se encuentra a veinte metros de distancia, en la misma acera, en una calle tan concurrida y de paso tan obligado que hasta el turista de estancia más breve sabría darle indicaciones. «No me suena», gruñe el primer dependiente. «Pero me han dicho... », insiste el chaval. «Aquí no es», lo interrumpe el segundo, sin mirarlo.
Este tipo de escenas empiezan a ser habituales. A veces tienen excusa: la perplejidad de la clientela ante un viejo que quería un teléfono; a veces, la mayoría, ocultan una enfermedad social. El hombre del final de la cola ha levantado la voz y ha explicado dónde estaba la tienda. No ha sido un gran esfuerzo; abrir la boca, intervenir, echar una mano en lo que no cuesta nada. Y sólo entonces, cuando ya estaba dicho, los dependientes han recobrado la memoria, la amabilidad y hasta la vista y el resto se ha sumado a las explicaciones. Será que están dormidos. O algo peor.
Fuencarral, siete de la tarde. — Jesús Gómez Gutiérrez en Malasaña en pruebas
Yo sé que existo
porque tu me imaginas.
Soy alto porque tu me crees
alto, y limpio porque tú me miras
con buenos ojos,
con mirada limpia.
Tu pensamiento me hace
inteligente, y en tu sencilla
ternura, yo soy también sencillo
y bondadoso.
Pero si tú me olvidas
quedaré muerto sin que nadie
lo sepa. Verán viva
mi carne, pero será otro hombre
-oscuro, torpe, malo- el que la habita...
Edvard Munch, El grito, 1893, Galería Nacional de Oslo.
Si el miedo, la apatía y la resignación van a ser las constantes de este inmenso rebaño de la especie humana, la democracia no tiene ningún instrumento para controlar los abusos del implacable poder económico y financiero, que comete crímenes horribles. Si no hay instrumentos, ¿cómo se puede seguir llamando democracia? Es una democracia de manos y pies atados.
“El paso del gran pesimista”, Semanario Universidad, San José de Costa Rica, 30 de junio de 2005
José Saramago en sus palabras
Ya está aquí. Entró en el jardín tímidamente y, como cada año, su seriedad se apodera de todos y cada uno de sus rincones llenándolos de cientos de tonalidades. Con su presencia el jardín enmudece y contiene la respiración celebrando la llegada con un cálido manto de hojas. La luz entra a empujones y se cuela entre sus ramas finamente para que al mirarte, yo suspire. Desde este rincón miro tu maravilloso porte y se, con certeza, que me acompañarás siempre.
Te fuiste en otoño. Una lluvia de hojas comenzaba a caer. Escuché tu alegre risa. Todavía la escucho. Te conozco bien. Te fuiste y contigo la alegría que me dio la vida una y otra vez. Aun escucho tu voz susurrándome con el viento. Todavía estás aquí, a mi lado, cada día.
Podían haberse conquistado. Podían haberse disfrutado. Podían haberse odiado a ratos y amado el resto. Podían haberse acompañado en el camino. Podían haberse visto morir.
Con un simple "hola", podían haber sido la razón de seguir, haber compartido el despertar, la música y la lluvia.
Me han contado que en Nueva York
en la esquina de la calle 26 con Broadway
se pone cada atardecer un hombre
durante los meses de invierno
y, pidiendo a los que pasan,
consigue un techo para que pase la noche
la gente desamparada que allí se reúne.
Con eso no cambia el mundo
no mejoran con eso las relaciones entre los seres humanos
no es ésa la forma de acortar la era de la explotación.
Pero algunos hombres tienen cama por una noche
se les abriga del viento durante toda una noche
y la nieve a ellos destinada cae en la calle.
No abandones el libro, tú que lo estás leyendo.
Algunos hombres tienen cama por una noche
se les abriga del viento durante toda una noche
y la nieve a ellos destinada cae en la calle.
Pero con eso no cambia el mundo
no mejoran con eso las relaciones entre los seres humanos
no es ésa la forma de acortar la era de la explotación.
Así que, así que crees que puedes distinguir el paraíso del infierno,
cielos azules del dolor
¿Puedes distinguir un campo verde de un frío raíl de acero?
Una sonrisa de un cumplido,
¿Crees que puedes distinguir?
Y ¿Consiguieron transformar tus héroes por fantasmas?
¿Cenizas ardientes por árboles?
¿Aire caliente por brisa refrescante? ¿Frío confort por un cambio?
¿Y canjeastes un papel principal en la guerra por un papel protagonista en una jaula?
Cómo desearía, Cómo desearía que estuvieses aquí.
Solo éramos dos almas perdidas, nadando en una pecera, año tras año
Corriendo siempre sobre el mismo viejo camino. ¿Qué hemos encontrado?
Los mismos viejos miedos
Ojalá estuvieses aquí...
-- Espero que todo te vaya bien!
Una frase que se repite demasiado a menudo y en estos días de crisis, más. La pronuncias y como si se tratara de un encantamiento, inmediatamente, queda un vacío, un hueco difícilmente reconocible. Intentas reconciliarte con el destino y asientes moviendo la cabeza cuando escuchas que no será la última vez que nos veremos, que seguro vamos a quedar, que pasados unos días nos llamamos. Intercambiamos las direcciones de e-mail pero nada de eso es cierto. Después de tantas despedidas una sabe, sin ningún género de dudas, que eso no sucede en el 99% de las veces. Que ese compañer@ se va para siempre jamás y que le perderás la pista en cuanto salga por la puerta. Desazón, tristeza y una enorme sensación de pérdida se te pega al alma, llenando el vacío que dejó en el corazón. Intentas que sus razones y su alegría ahuyenten la oscuridad que deja pero eso solo dura lo que dura su presencia.
Pasado un fin de semana la vida continúa como si nada. Los días pasan, conoces a otras personas a las que darás cada vez menos de ti, que seguramente perderás también en el camino, y un día, no tardando mucho, alguien dirá algo, o verás cualquier cosa que te recordará a aquel amigo que se fue y del que no volviste a saber nada y la tristeza volverá por unos instantes y con ella la desazón y la sensación de pérdida y todo como si se hubiera ido ayer.
Ojalá seamos dignos de tu desesperada esperanza.
Ojalá podamos tener el coraje de estar solos y la valentía de arriesgarnos a estar juntos, porque de nada sirve un diente fuera de la boca, ni un dedo fuera de la mano.
Ojalá podamos ser desobedientes, cada vez que recibimos órdenes que humillan nuestra conciencia o violan nuestro sentido común.
Ojalá podamos merecer que nos llamen locos, como han sido llamadas locas las Madres de Plaza de Mayo, por cometer la locura de negarnos a olvidar en los tiempos de la amnesia obligatoria.
Ojalá podamos ser tan porfiados para seguir creyendo, contra toda evidencia, que la condición humana vale la pena, porque hemos sido mal hechos, pero no estamos terminados.
Ojalá podamos ser capaces de seguir caminando los caminos del viento, a pesar de las caídas y las traiciones y las derrotas, porque la historia continúa, más allá de nosotros, y cuando ella dice adiós, está diciendo: hasta luego.
Ojalá podamos mantener viva la certeza de que es posible ser compatriota y contemporáneo de todo aquel que viva animado por la voluntad de justicia y la voluntad de belleza, nazca donde nazca y viva cuando viva, porque no tienen fronteras los mapas del alma ni del tiempo.
(Palabras de agradecimiento de Eduardo Galeano, al recibir
el Premio Stig Dagerman, en Suecia, el 12 de septiembre, 2010)
Quizá no sea suficiente con vivir día a día reposadamente, mirando lo justo hacia delante y sin dejar que nada perturbe tu maravillosa vida aburrida, anodina y vulgar hasta llorar. Quizá no sea suficiente pasar de largo por las preguntas con difícil respuesta, por la fuga de los días y de las semanas y de los años. Quizá no sea suficiente escuchar solo lo que los demás nos quieren decir y hablar solo de lo que los demás quieren escuchar. Quizá nada de esto sea suficiente para sentirse plena, para reconocer que a pesar de los años la ilusión sigue viva y que la sangre se calienta hoy de la misma forma que ayer y con las mismas cosas. Quizá ya no sea suficiente con resignarse a no gritar que una escucha perfectamente lo que los demás piensan en alto e intentar hacer entender que hace mucho tiempo que camino sola y hace mucho también, que sé diferenciar entre tutelar y acompañar. Quizá no sea suficiente resignarse a no ver que aún me queda más de la mitad de la vida para soñar, para hacer el amor, para sonreír y reír con ganas, para pisar fuerte y para aprender tanto como para enseñar y compartir. Quizá no sea suficiente estar sentada en un sillón mirando silenciosamente por la ventana, quizá tenga que susurrarte al oído que he llegado a esta etapa de mi vida plena de ganas de vivirla, de alegría por todo lo que me rodea y con mucha necesidad de seguir adelante; con muchas cosas en la cabeza y miles de proyectos que me gustaría intentar culminar. Quizá no sea suficiente esperar a que comprendas que aun me queda mucho por vivir y que, sin lugar a dudas, lo haré.
Cuando emprendas tu viaje hacia Ítaca
debes rogar que el viaje sea largo,
lleno de peripecias, lleno de experiencias.
No has de temer ni a los lestrigones ni a los cíclopes,
ni la cólera del airado Posidón.
Nunca tales monstruos hallarás en tu ruta
si tu pensamiento es elevado, si una exquisita
emoción penetra en tu alma y en tu cuerpo.
Los lestrigones y los cíclopes
y el feroz Posidón no podrán encontrarte
si tú no los llevas ya dentro, en tu alma,
si tu alma no los conjura ante ti.
Debes rogar que el viaje sea largo,
que sean muchos los días de verano;
que te vean arribar con gozo, alegremente,
a puertos que tú antes ignorabas.
Que puedas detenerte en los mercados de Fenicia,
y comprar unas bellas mercancías:
madreperlas, coral, ébano, y ámbar,
y perfumes placenteros de mil clases.
Acude a muchas ciudades del Egipto
para aprender, y aprender de quienes saben.
Conserva siempre en tu alma la idea de Ítaca:
llegar allí, he aquí tu destino.
Mas no hagas con prisas tu camino;
mejor será que dure muchos años,
y que llegues, ya viejo, a la pequeña isla,
rico de cuanto habrás ganado en el camino.
No has de esperar que Ítaca te enriquezca:
Ítaca te ha concedido ya un hermoso viaje.
Sin ellas, jamás habrías partido;
mas no tiene otra cosa que ofrecerte.
Y si la encuentras pobre, Ítaca no te ha engañado.
Y siendo ya tan viejo, con tanta experiencia,
sin duda sabrás ya qué significan las Ítacas.
El 3 de junio de 1992 una niña de 12 años llamada Severn Suzuki, se desplazó, junto a un grupo de niños (Vanessa Suttie, Morgan Geisler, Michelle Quigg), desde Canada hasta la Conferencia de Medioambiente y Desarrollo "The Earth Summit" celebrada por la ONU en Río de Janeiro.
Una vez allí hizo este discurso de 6:32 minutos.
Hoy tiene 28 años..
Alguna vez alguien te sorprende de una manera tal que te deja muda, sin palabras y te provoca cerrar fuertemente los ojos para poder marcar eternamente el recuerdo de lo sucedido. Alguna vez algo te toca el alma con tanta fuerza que te has de parar para tomar aliento y aún así te quedas sin respiración. Algunas veces las cosas que te rodean toman la iniciativa y se revelan llenándote de colores y de sonidos maravillosos que hacen que todo sea tremendamente fácil. Algunas veces me miras de tal forma que conviertes todo lo que te rodea en un misterio, incluso mi piel se hace transparente y mágica. Alguna vez me hago viento para poder mirarte sin que me veas y así, en la soledad, puedas sentirte libre. Alguna vez alguien te regala una caja cerrada con un hermoso lazo dorado y al abrirla encuentras dentro una canción y una flor... y a veces... te gustan tanto que los guardas eternamente.